DESPERTAR AL AMOR

con un curso de milagros

LOS DOCE PASOS DEL PERDON. Abandona la culpa y deja de juzgarte a ti mismo. P. Ferrini




QUINTO PASO

Abandona la culpa y deja de juzgarte a ti mismo

Tanto si lo sé como si no, siempre estoy atacándome a mí mismo. Tal vez crea que te estoy atacando a ti, pero eso sólo es una ilusión. Por supuesto, a veces tú también crees en mi ilusión, y entonces te sientes ofendido. Así es como funciona el mundo.

Pero, en verdad, yo no puedo atacarte. Sólo puedo atacarme a mí mismo. Todo lo que proyecto sobre ti vuelve a casa, vuelve a mí. El pensamiento es el boomerang perfecto. Siempre vuelve a la persona que lo envía.

¡Esto no tiene nada que ver con el castigo! Muchas personas, incluso las que creen en el karma, no comprenden esto. Nadie está siendo castigado por sus pecados. Simplemente está recibiendo de vuelta lo que ha enviado para poder tomar conciencia de ello. Si la persona envía ira, la ira le vuelve porque tiene que responsabilizarse de ella. Cada uno de nosotros tenemos que adueñarnos de lo que emitimos. Sólo podemos liberarnos de algo cuando nos adueñamos de ello.

Se trata de una ley simple. No hace falta que la usemos para castigarnos unos a otros. No hace falta que digamos: «Ves, desgraciado. Sabía que te iba a volver». No tenemos que jugar a ser Dios. No se nos necesita en ese papel.

Simplemente tenemos que entender que vamos a seguir cometiendo errores hasta que aprendamos nuestras lecciones. Vamos a seguir proyectando cualidades positivas y negativas en los demás mientras no estemos dispuestos a adueñarnos de ellas en nosotros mismos. Vamos a seguir atacando a los demás hasta que nos responsabilicemos del ataque.

Apropiarnos y responsabilizarnos del ataque sólo es una manera de cortocircuitar el proceso. Yo digo: «De acuerdo, ira, ya sé que me perteneces, de modo que no voy a pretender que provienes de otra persona». Eso no significa que no exprese la ira. Si está ahí, es mi responsabilidad expresarla. Pero debo hacerlo sabiendo que me pertenece a mí. De esa manera no tiene por qué ir hacia fuera, quedarse pegada a alguien que se sienta suficientemente culpable como para recogerla, y después volver a mí en forma de algún resentimiento callado.

Me responsabilizo de la ira. Entiendo que no es a ti, sino a mí mismo, a quien ataco. No me pierdo en la proyección, o al menos no me pierdo cuando tengo éxito en mi intento de responsabilizarme.

No siempre tengo éxito, ni tampoco suelo tenerlo a la primera. A veces te ataco, y a veces me apropio del ataque. Cuando te ataco, me siento culpable porque creo que puedo herirte. Llevo esa culpabilidad conmigo y entonces, cuando tú u otra persona me ataca, mi culpabilidad invita a ese ataque a quedarse pegado a mí. Todo este proceso es muy extraño.

Cuando te ataco, me siento muy mal. Eso me pone en el centro de la diana de otro posible ataque.Todos los extraños que tienen ira acumulada, sienten en mí una víctima potencial cuando paso a su lado. ¡Hasta los pastores alemanes pueden oler el aroma!

Cada vez que te ataco, establezco mi propia culpabilidad. Si no crees que esto sea verdad, lee crimen y castigo, de Dostoievsky. En la novela, Roskolnikov intenta perpetrar el crimen perfecto. Cree que si mata por una buena razón, no se sentirá culpable por haberlo hecho. Pero no funciona.

Cierto, no le pillan. Consigue que no le acusen del crimen. Pero no puede vivir con la culpa. Finalmente, se entrega a la policía.

Esto es lo que todos tenemos que hacer: entregarnos.

En cuanto atacamos, tenemos que recordar que estamos afirmando nuestra culpabilidad.

Confesémoslo inmediatamente. ¡Al infierno con las justificaciones! Sabemos que el ataque no puede ser justificado. De modo que responsabilicémonos de sanarnos y de sanar a los demás.

«He cometido un error, hermano. Te he atacado porque tenía miedo. Pensaba que tenía derecho a atacarte, pero me equivoqué. Perdóname. Ayúdame a seguir mi camino».

Cuando hago de mi ataque una petición de amor, mis hermanos y hermanas me permiten que me acerque a ellos. Este es un gesto de reconciliación.

Si reconozco mi ataque y asumo la responsabilidad de corregirlo, mi culpabilidad no se queda fijada.

La culpabilidad se queda fijada cuando justifico mi ataque y me niego a enmendarme. La culpabilidad crónica no es más que la negativa continuada a asumir la responsabilidad de reconocer y aprender de mis errores. Nadie se convierte en un saco de arena, de esos que usan los boxeadores, sin que haya una causa para ello. Sin embargo, la causa suele estar profundamente enterrada en la psique.

Cada vez que te ataco, me ataco a mí mismo. Ese ataque puede venir en forma de un juicio sutil, pero, si se repite una y otra vez, me envía continuamente el mensaje de que no soy adecuado.

No es coincidencia que los individuos que tienen menos autoestima sean los que más juzgan a los demás. Cuanto más nos dedicamos a juzgar a los demás, más nos juzgamos inconscientemente a nosotros mismos.

Todas las proyecciones vuelven a casa. Ésta es la función de la culpabilidad. A cierto nivel, se niega a permitir que nuestro ataque nos deje. Simplemente no podemos atacar a los demás sin sentirnos responsables del ataque en algún nivel de nuestro ser.

Cuando llevamos esta responsabilidad a la conciencia, podemos empezar a sanar. Cuando dejamos que siga siendo inconsciente, atraemos sucesos que nos obligan a tomar conciencia no sólo de nuestros ataques hacia los demás, sino del profundo odio que sentimos hacia nosotros mismos, que es el que provoca esos ataques.

La culpa y la responsabilidad se excluyen mutuamente. La culpa se queda pegada a la herida, impidiendo que ésta se cure. El primer paso del proceso de curación es la responsabilidad.

Para soltar la culpa y dejar de juzgarnos, debemos empezar a responsabilizarnos de nuestros ataques contra otras personas. Debemos tomar conciencia de nuestras proyecciones en cuanto ocurren.

Tomando conciencia de nuestro ataque, vemos la causa que está detrás. Vemos nuestros propios miedos, nuestros juicios profundamente arraigados y nuestros sentimientos de inadecuación. Vemos nuestra profunda llamada al amor.

Esto es esencial. No podemos empezar a perdonarnos a nosotros mismos hasta que no nos demos cuenta de que toda nuestra oscuridad es una llamada a la luz, y de que toda nuestra ira y dolor son una llamada al amor. Tenemos que reconocer esto, porque de otra manera tomaremos nuestra conciencia y la usaremos para golpearnos a nosotros mismos.

¡No debemos subestimar este peligro! Si dejamos nuestro proceso de curación en manos del ego, no pasará de ser otro proceso en el que volveremos a herirnos. Sólo el Espíritu puede estar al cargo de nuestra curación, porque el Espíritu confirma nuestra validez, al tiempo que nos anima a enmendarnos y a aprender de nuestros errores.

Yo no soy malvado por haberte atacado, y tú tampoco eres malvado por haberme atacado. Nuestro ataque mutuo viene de que ambos nos sentimos profundamente inadecuados. Viene de un lugar en el que ni tú ni yo nos sentimos amados.

Reconocer esto es el principio de la llamada a la gracia. Comenzamos a ver, incluso en la oscuridad, con los ojos del amor.

Mientras yo mismo me crucifique o te crucifique por cometer un error, nuestra curación no puede comenzar.

Lo importante no es el error. Es el aprendizaje, el crecimiento, el cambio de percepción que el error trae consigo.

Cuando entiendo esto, me doy cuenta de que mis lecciones están bien. Me doy cuenta de que tus lecciones están bien. Tengo una base sobre la que avanzar. La reconciliación y la reconstrucción comienzan sobre esta base. Éste es el verdadero fundamento de la curación, el perdón de todos los errores y la gratitud de la conciencia que nos aportan.

Recuerda, la responsabilidad no viene del ego. La culpa, sí. La culpa prolonga la sensación de separación. Mantiene la herida abierta.

La culpabilidad dice: «Nada que yo pueda hacer será suficiente para enmendar mis errores».

La responsabilidad dice: «Abrí esta herida y puedo cerrarla».

Es importante entender la diferencia.

Muchas ideas Nueva Era han sido usurpadas por nuestros egos, que las usan como herramientas no para crecer, sino para castigarnos y castigar a los demás. Muchas personas, estando muy enfermas, han tenido que escuchar estupideces como: «Tú te has enfermado a ti mismo. Es tu propia ira la que te ha producido el cáncer. No te estás curando porque aún estás apegado a tu ira». ¿Estábamos hablando de no culpabilizar? Este tipo de sermones son cosa del ego, que está tratando de repetir el mensaje de la responsabilidad. No funcionan.

Cuando el Espíritu toma a su cargo el programa de la responsabilidad, hace que todo esté bien. Hace que esta enfermedad, el cáncer o cualquier otra, sea un lugar desde el que crecer. No mide el progreso con criterios externos. Tan sólo dice: hay un lugar interno donde es posible encontrar paz.

Cuando hablamos de curación, hablamos de abandonar los juicios sobre nosotros mismos y la culpabilidad por los errores del pasado. Esto exige responsabilidad y delicadeza. Se trata de soltar lo que no nos pertenece. Se trata de lavar esa sustancia pegajosa que aparece sobre nuestra piel cuando nos dedicamos a justificar nuestros juicios sobre los demás. Se trata de bañar la totalidad del alma en amor y aceptación.

Y esto nos lleva al Sexto Paso.

LOS DOCE PASOS DEL PERDON. Encuentra la igualdad con los demás P. Ferrini




Segunda piedra angular

ENCUENTRA LA IGUALDAD CON LOS DEMÁS

La clave para hallar nuestra igualdad con los demás reside en nuestra práctica individual de asumir responsabilidad. Mientras asumamos la responsabilidad por nuestra propia vida, no estamos poniendo cargas innecesarias sobre nuestros propios hombros ni expectativas inadecuadas en los demás.

Sin embargo, inevitablemente, tal como cometo errores con mi propia práctica, también cometo errores en mis relaciones. Asumo demasiada responsabilidad aquí, y no la suficiente allí. Me excedo aquí y me quedo corto allí. Decido por ti cuando tú tienes que decidir por ti mismo. Y dejo que decidas por mí cuando tengo que tomar mi propia decisión. Las fronteras que se afirman a sí mismas de manera natural cuando ambas personas son responsables empiezan a desdibujarse. El resultado es el abuso y la codependencia.

Pierdo constantemente mi sentido de la igualdad con los demás. Aquí me siento elevado. Y allí soy denigrado. No siento que ninguna de estas posiciones sea correcta. Quiero estar cara a cara. Quiero reciprocidad, equidad, igualdad. Sin embargo, la única manera de encontrarlas es asumir responsabilidad por lo que ocurre cuando no las encuentro.

En este momento, me siento herido por ti, pero me doy cuenta de que tú no eres la causa de mi herida. Mi herida existía antes de que tú me tocaras en ese lugar sensible.

O me siento enfadado contigo porque me has decepcionado. Sin embargo, tú no eres la causa de mi decepción. Las expectativas que pongo en ti me programan para el rechazo. Tú simplemente entras en mi programa. Tú apareces como un espejo para mostrarme que mis expectativas son disfuncionales. No puedo cambiar lo que haces o dejas de hacer, pero puedo cambiar mis expectativas con respecto a ti.

Yo no puedo cambiarte. Por lo tanto, mi única postura hacia ti debe ser de aceptación. Cuando no te acepto tal como eres, pierdo mi paz.

Jesús dijo: «Haz a los demás lo que te gustaría que ellos te hicieran a ti». Ésta es una práctica espiritual primaria, tan importante como asumir responsabilidad por tu propia vida.

Si juzgas a los demás, alteras tu paz, porque interiorizas todos los juicios que haces. Si aceptas a los demás, te bendices a ti mismo, porque lo que envías hacia fuera vuelve a ti.

Lo más importante es entender que cada pensamiento vuelve a casa. La proyección es una ilusión. Puedo odiar algo en ti, pero ese odio permanece en mi interior. Pienso que el odio va hacia ti, pero eso sólo ocurre si tú lo tomas. Si tú no reconoces mi odio, no se queda adherido a ti.

Todos los pensamientos vuelven a casa. No puedo dar la cara ante ti porque no puedo dar la cara ante mí mismo. Creo que eres censurable porque no estoy dispuesto a lidiar con mi propia vergüenza.

Cada reacción hacia otra persona de mi vida me refleja algo, es un espejo para mí. Cualquier cosa que vea en ti y que no acepte me habla de lo que no estoy dispuesto a aceptar en mí. Cualquier cosa que espere de ti y que tú no puedas darme me indica lo que tengo que darme a mí mismo.

Toda relación ofrece un medio para el aprendizaje o un medio para la autocrucifixión. Cuando me miro en el espejo de tus ojos, me doy permiso para crecer. Cuando encuentro limitaciones en ti, me niego a ir más allá de mi duda con respecto a mí mismo.

Siempre te usaré como excusa, como razón por la que no puedo crecer. Pero eso no cambia nada. Mi crecimiento sigue siendo mi responsabilidad, por mucho que trate de poner esa responsabilidad en tus manos.

Si eres lo suficientemente necio para aceptar una responsabilidad que no te corresponde, eso sólo puede significar que tú también tienes que aprender a responsabilizarte de ti mismo. Los miembros pasivos y agresivos de una pareja tienen que aprender la misma lección. Simplemente representan extremos opuestos de lo mismo. Y, tal como nos enseña la sabiduría taoísta, los opuestos no están tan lejos como pensamos.

De modo que en el ejercicio de encontrar mi igualdad contigo es cuando la pierdo, y en el ejercicio de perderla la encuentro. Si no crees que esto sea así, pregúntate: «¿Cómo podría encontrarla si no la hubiera perdido?». No habría nada que encontrar, no habría sensación de haber perdido algo. Y si tengo la sensación de haber perdido algo, esa sensación debe venir del recuerdo de un tiempo en el que no sentía pérdida alguna. «¿Cómo podría perder algo que nunca tuve?».

La igualdad es real. La desigualdad no lo es. Sin embargo, a través de la desigualdad es como aprendo sobre la igualdad. Cuando entiendo realmente la igualdad, me doy cuenta de que siempre ha estado ahí. Nunca la he perdido. Sólo pensaba que la había perdido.

El proceso de pensar que la he perdido y darme cuenta de que no, abarca todo el espectro del perdón, desde el primer paso de reconocer que estoy molesto hasta el último de abrir mi corazón a la paz que siempre está allí. Sé que finalmente soy perdonado cuando me doy cuenta de que no hay nada que perdonar. Un Curso de Milagros lo dice así: «Nada real puede ser amenazado. Nada irreal existe».

Nunca pierdo mi inocencia, y tampoco la pierden mi hermano o mi hermana. Simplemente parecemos perderla, tal vez durante un momento, durante un día o dos, o quizá durante toda la vida. El periodo de tiempo no tiene importancia porque, cuando despertamos, olvidamos el sueño. Permanecer en la ilusión no hace que seas malo. Tan sólo prolonga tu sufrimiento. Cuando estás preparado, sueltas ese sufrimiento. Y una vez que lo has soltado, no importa si lo tuviste durante dos minutos o durante diez años. Ya no existe.

No resulta fácil llevar esta comprensión a nuestras relaciones. Tal como nos involucramos con los atributos físicos del mundo y nuestra percepción de ellos, también nos involucramos con nuestras relaciones y con las emociones que suscitan en nosotros. No estamos preparados, tal vez, para ver todo esto como un sueño de desigualdad, y sin embargo eso es precisamente lo que es cuando quiera que nos sentimos molestos.

Todo nuestro dolor es el resultado de ver algo que no está allí. Pensamos que está allí porque nuestras ideas y creencias parecen quedarse pegadas a ciertas personas y situaciones. Pensamos que eso da credibilidad a esas ideas, porque ahora están situadas en el marco de una relación. Pero eso sólo complica el guión y hace salir a escena toda una nueva serie de personajes.

De modo que tenemos que reconocer y aceptar el hecho de que aquí estamos dirigiendo nuestra propia película. Y lo que vemos en la pantalla que está ahí fuera sólo es un reflejo de los contenidos de nuestra conciencia.

No obstante, debemos darnos cuenta de que la nuestra no es la única película que se está rodando. Las mismas personas que parecen ser actores o técnicos en nuestra película están dirigiendo sus propias películas, en las que nosotros somos los personajes o el cámara. La película Rashomon, de Akira Kurosawa, expresa este concepto con gran lirismo y compasión.

Es posible que en último término no haya fronteras entre nosotros, pero es imposible que nos unamos a menos que reconozcamos los límites de nuestra propia experiencia y honremos la experiencia de otras personas. No tenemos por qué estar de acuerdo entre nosotros. Pero sí tenemos que respetarnos mutuamente. El consenso, en la medida que sea posible, surge de una atmósfera de respeto mutuo. Sin ese respeto mutuo, que significa fronteras saludables, el consenso será inevitablemente forzado. Y el consenso forzado es tan ridículo como suena.

Encontrar nuestra igualdad con los demás significa reconocer que hay muchas maneras de mirar cualquier situación, y nosotros sólo tenemos una de ellas. Escuchar a los demás, respetar sus ideas y experiencias, nos ayuda a abrirnos a un espectro de realidad más amplio. Nos permite abrir las puertas de nuestra prisión conceptual y caminar libremente a la luz del día. Nos ayuda a comprender los límites de nuestro conocimiento, para poder entrar en lo desconocido, solos y juntos.