Meditación 30
"La lámpara de tu cuerpo es tu ojo;
si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso;
pero, si está enfermo, tu cuerpo estará a oscuras"
(Lc 11,34)
Pensamos que el mundo se salvaría si tan sólo fuéramos capaces de generar mayores dosis de buena voluntad y tolerancia. Lo cual es falso. Lo que puede salvar al mundo no es la buena voluntad o la tolerancia, sino la clarividencia. ¿De qué sirve que seas tolerante con los demás si estás convencido de que eres tú quien tiene razón y de que quienes no piensan como tú están equivocados? Eso no es tolerancia, sino condescendencia. Eso no lleva a la unión de los corazones, sino a la división, porque tú te colocas arriba y pones a los demás abajo: unas posiciones que sólo pueden dar lugar a un sentido de superioridad por tu parte y a un resentimiento por parte de tus semejantes, originando con ello una mayor intolerancia.
La verdadera tolerancia brota únicamente de una viva conciencia de la profunda ignorancia que a todos nos aqueja en relación con la verdad. Porque la verdad es, esencialmente, misterio. La mente puede sentirla, pero no comprenderla, y menos aún formularla. Nuestras creencias pueden vislumbrarla, pero no expresarla con palabras. A pesar de lo cual, la gente habla con entusiasmo del valor del diálogo, el cual, en el peor de los casos, es un intento camuflado de convencer al otro de la rectitud de tu propia postura, y en la mejor de las hipótesis te impedirá parecerte a la rana en su charca, que piensa que ésta (la charca) es el único mundo que existe.
¿Qué ocurre cuando se reúnen ranas de diferentes charcas para dialogar acerca de sus convicciones y experiencias? Ocurre que sus horizontes se ensanchan, hasta el punto de admitir la existencia de otras charcas distintas de la propia. Pero aún no tienen la menor sospecha de que existe un océano de verdad que no puede ser encerrado dentro de los límites de sus charcas conceptuales. Y nuestras pobres ranas siguen divididas y hablando en términos de tuyo y mío: tus experiencias, tus convicciones, tu ideología... y las mías.
El compartir fórmulas no enriquece a quienes las comparten, porque las fórmulas, al igual que los límites de las charcas, dividen; sólo el océano ilimitado une. Ahora bien, para llegar a ese océano de verdad que no conoce los límites de las fórmulas, es esencial poseer el don de la clarividencia.
¿Qué es la clarividencia y cómo se obtiene? Lo primero que debes saber es que la clarividencia no requiere demasiados conocimientos. Es algo tan simple que está al alcance de un niño de diez meses. No requiere conocimientos, sino ignorancia; no requiere talento, sino valor. Lo comprenderás si piensas en un niño en brazos de una vieja y fea criada. El niño es demasiado joven para haber adquirido los prejuicios de sus mayores. Por eso, cuando se encuentra cálidamente instalado entre los brazos de esa mujer, no está respondiendo a ningún tipo de "clichés" mentales (clichés como "mujer blanca-mujer negra", "fea-guapa", "vieja-joven", "madre-criada", etc.) sino que está respondiendo a la realidad. Esa mujer satisface la necesidad que el niño tiene de amor, y es a esta realidad a la que el niño responde, no al nombre, la apariencia, la religión o la raza de la mujer. Todas estas cosas son para él absolutamente irrelevantes. El niño carece todavía de creencias y de prejuicios. Éste es el medio en el que puede darse la clarividencia, y para obtenerla hay que olvidarse de todo cuanto se ha aprendido y adquirir la mente del niño, libre de esas experiencias pasadas y esa "programación" que tanto oscurecen nuestra forma de ver la realidad.
Mira en tu interior, estudia tus reacciones frente a las personas y las situaciones, y sentirás horror al descubrir la cantidad de prejuicios que subyacen a tus reacciones. Casi nunca respondes a la realidad concreta de la persona o cosa que tienes delante. A lo que respondes es a una serie de principios, ideologías y creencias económicas, políticas, religiosas y psicológicas; a un montón de ideas preconcebidas y de prejuicios, tanto positivos como negativos. Considera, una por una, cada persona, cada cosa y cada situación, y trata de averiguar cuál es tu predisposición con respecto a cada una de ellas, separando la realidad respectiva de tus percepciones y proyecciones programadas. Este ejercicio te proporcionará una revelación tan divina como cualquiera de las que pueda proporcionarte la Escritura.
Pero no son los prejuicios y las creencias los únicos enemigos de la clarividencia. Hay otra pareja de enemigos que llamamos "deseo" y "miedo". Para que el pensamiento esté incontaminado de toda emoción, y concretamente de deseo, de miedo y de egoísmo, se requiere una ascesis verdaderamente aterradora. Las personas creen equivocadamente que su pensamiento es producto de su mente; en realidad es producto de su corazón, que primero dicta una determinada conclusión y luego ordena a la mente que elabore el razonamiento con que poder apoyarla. He aquí, pues, otra fuente de revelación divina. Examina algunas de las conclusiones a las que has llegado y comprueba cómo han sido adulteradas por tu egoísmo. Esto vale para cualquier conclusión, a no ser que la consideres provisional. Fíjate cuán estrechamente te aferras a tus conclusiones relativas a las personas, por ejemplo. ¿Acaso están esos juicios completamente libres de toda emoción? Si así lo crees, es muy probable que no te hayas fijado suficientemente.
Ésta es, precisamente, la principal causa de los desacuerdos y las divisiones que se dan entre naciones y entre individuos. Tus intereses no coinciden con los míos, y por eso tu pensamiento y tus conclusiones tampoco concuerdan con los míos. ¿Cuántas personas conoces cuya manera de pensar, al menos en ocasiones, se oponga a sus intereses? ¿Cuántas veces has conseguido conseguido colocar una barrera insalvable entre los pensamientos que ocupan tu mente y los miedos y deseos que se agitan en tu corazón? Cada vez que lo intentes, comprobarás que lo que la clarividencia requiere no son conocimientos o informaciones. Esto se adquiere fácilmente; no así el valor para hacer frente con éxito al miedo y al deseo, porque, en el momento en que desees o temas algo, tu corazón, consciente o inconscientemente, se interpondrá y servirá de obstáculo a tu pensamiento.
Ésta es una consideración para "gigantes" espirituales que han logrado darse cuenta de que, para encontrar la verdad, lo que necesitan no son formulaciones doctrinales, sino un corazón capaz de renunciar a su "programación" y a su egoísmo cada vez que el pensamiento se pone en marcha; un corazón que no tenga nada que proteger y nada que ambicionar y que, por consiguiente, deje a la mente vagar sin trabas, libre y sin ningún temor, en busca de la verdad; un corazón que esté siempre dispuesto a aceptar nuevos datos y a cambiar de opinión. Un corazón así acaba convirtiéndose en una lámpara que disipa la oscuridad que envuelve el cuerpo entero de la humanidad. Si todos los seres humanos estuvieran dotados de un corazón semejante, ya no se verían a sí mismos como "comunistas" o "capitalistas", como "cristianos", "musulmanes" o "budistas", sino que su propia clarividencia les haría ver que todos sus pensamientos, conceptos y creencias son lámparas apagadas, signos de su ignorancia. Y, al verlo, desaparecerían los límites de sus respectivas charcas, y se verían inundados por el océano que une a todos los seres humanos en la verdad.
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